Familiares de las víctimas
de Barrios Altos esperan que dictadura termine y pague por el crimen. En
1990 votaron por Fujimori creyendo en sus promesas, pero su sueño
acabó trágicamente en 1991, cuando el Grupo Colina mató
a 16 personas.
"Yo y mi esposo votamos por Fujimori en la segunda vuelta de 1990 y después él mandó matar a mi esposo", afirma con dolor Eugenia Lunasco, la viuda de Máximo León León, que se quedó con su tristeza y sus siete hijos luego de la brutal masacre de Barrios Altos.
En la vieja casona persiste el miedo. Se puede apreciar en los rostros de los vecinos que ocultan la mirada ante los extraños, que se niegan a responder a las preguntas que se les formulan y que esconden los rostros ante las cámaras fotográficas.
No lo dicen, pero saben que cualquier declaración los puede indisponer con el régimen, al que la mayoría de ellos culpa de la masacre, aunque la mayoría prefiera no decirlo, como Eugenia.
"El gobierno es el culpable, es su gente la que hizo esto", repite la viuda, recordando todos los momentos amargos que tuvo que afrontar desde esa trágica fecha.
Eugenia cree como muchos peruanos que diez años de gobierno son demasiado y que pese a la pacificación de que se jacta el gobierno, también tiene que responder por la "guerra sucia" que provocó víctimas inocentes como su esposo. "Ellos, sin verificar, vinieron a matar, declara.
Hasta el 3 de noviembre de 1991, la familia León-Lunasco vivía feliz en la vieja casona de dos pisos. En los que las mayores penurias consistían en evitar las aguas servidas.
Luego de la muerte de Máximo León ya nada fue igual. Los hijos mayores tuvieron que abandonar el colegio, para mantener la economía familiar.
"El señor presidente se llenó la boca diciendo que nos iba a ayudar pero nunca cumplió. A nosotros nunca nos pagaron una indemnización, como sí ocurrió con los familiares de La Cantuta, pese a las promesas del presidente Fujimori", afirma Eugenia.
Para enterrar a los dieciséis muertos, las humildes familias tuvieron que aportar sus escasos ahorros. Los cajones los donó el entonces alcalde de Lima, Ricardo Belmont, una de las pocas autoridades que se apiadó de su dolor.
Lo peor de todo es que nunca se investigó el crimen. Las investigaciones judiciales quedaron paralizadas luego de que fiscales y jueces independientes convocaran a los presuntos responsables, los miembros del Grupo Colina.
El gobierno, principal responsable de la masacre, promulgó una Ley de Amnistía en momentos que la fiscal Ana Cecilia Magallanes presentara su acusación. Martin Rivas y los demás miembros del grupo jamás fueron llamados a proceso.
Después se retiraron de la Corte Interamericana que estaba viendo el caso: el objetivo era que el crimen quede en el olvido y el gobierno no sea sancionado por su responsabilidad.
Sin embargo, las cosas no están definidas, porque la corte sigue adelante con el proceso, pese a la decisión del gobierno que quiere escapar de la justicia internacional.
Eugenia Lunasco no quiere saber nada con el gobierno de Fujimori, sabe que la mayoría de indicios lo acusan. La prueba más inmediata es aquélla que señala que los asesinos llegaron en dos carros oficiales: uno de Palacio de Gobierno y el otro del Ministerio del Interior.
"Yo sé por las noticias que fue así, no podría decir sí o no porque no he visto, pero parece que sí es cierto, porque los bomberos vieron cuando los carros se iban", señala.
"Mucha gente se calló porque no quieren hablar", aclara luego. A casi nueve años de la masacre, el miedo sigue presente en los vecinos de la casona. La mayoría de ellos huye de los extraños, no quieren decir nada que los comprometa.
Eugenia hasta el momento no sabe por qué mataron a Máximo, el artesano de 40 años, que lo único que deseaba era que el dinero de la pollada trágica sirviera para arreglar las tuberías del desagüe que perjudicaban la salud de sus menores hijos, arrojando aguas servidas.
La versión más repetida en estos últimos años es que alguno de los muertos tenía alguna vinculación con Sendero Luminoso. Eugenia recuerda a una de las 16 víctimas, el joven León Borja, al que una vez detuvieron portando unos volantes de la organización subversiva, pero a nadie más.
La otra versión que circuló luego de la masacre es que la mayoría de ellos era ayacuchanos, un pecado en tiempos de subversión. Una versión que debió llegar a oídos del Servicio de Inteligencia. Pero León Borja era de Chachapoyas.
El dolor de Eugenia se aviva cuando recuerda que en esos días sus pocos ahorros los utilizaban para trasladar a su menor hijo, Elías León, de hospital en hospital. Y es que el niño nunca logró hablar ni pudo caminar.
El cuidado que le dispensaba a su hijo, impidió que Eugenia participase de la pollada. Ella se encontraba en el interior de su domicilio cuando los sicarios del grupo Colina llegaron para ejecutar el crimen.
Tampoco escuchó nada, porque los asesinos utilizaron silenciadores. Sólo momentos después, ante los gritos aterrorizados de los vecinos, pudo ver su esposo junto a los demás muertos.
"Me encontré con un cuadro para no creerlo. Mi esposo estaba muerto", recuerda con singular tristeza. Apenas cuatro sobrevivientes pudieron contar los detalles de los asesinos y brindar las primeras pistas que acusaban al gobierno y al SIN.
Eugenia sigue resistiendo pese a su pobreza, pese a sus deseos de abandonar
la vieja casona en que se consumó la masacre, no puede hacerlo por
falta de recursos. Sus hijos quedaron con la tristeza de perder el padre
a corta edad y con el deseo de que se les haga justicia. Ella todavía
no pierde las esperanzas de que sus deseos se cumplan.
* Publicado en el diario Liberación,
Lima 21 de mayo del 2000.
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