Fujimori y Montesinos *
César Hildebrandt
Hace meses, cuando LIBERACIÓN difundió lo de la cuenta de Vladimiro Montesinos en el Wiese, Alberto Fujimori tuvo una gran oportunidad para demostrar su decencia. Ese era el momento indicado para decir basta, hasta aquí hemos llegado, esto no tiene explicación.
En efecto, ¿cómo explicar que alguien que decía trabajar 14 horas diarias por la seguridad nacional y cuyo sueldo formal no llegaba a los siete mil soles pudiese tener, en una sola cuenta a su nombre, dos millones y setecientos mil dólares como saldo e ingresos mensuales de 222,000 dólares sistemáticos procedentes del extranjero?
¿Pero qué hizo Fujimori?
Defendió a su socio con ardor. Dijo, primero, que ese dinero era del estudio Montesinos -un bufete que él sabía muy bien que no existía porque Montesinos usaba el palacio de Gobierno y las instalaciones del SIN para sus sucios negocios-.
Cuando en este diario probamos, al día siguiente, el carácter personal de la cuenta, entonces Fujimori ensayó otra balbuceante explicación.
Dijo que ese dinero podía provenir perfectamente de sus trabajos como abogado y como asesor de empresas privadas. Y no quiso hablar más.
¿Cómo podía realizar asesorías privadas quien había dicho, en la célebre entrevista de Canal 4 a ambos personajes, que estaba al servicio del país "las 24 horas del día"?
¿Y cómo podía creer un mandatario honesto que esa cuantiosa suma no era digna, en todo caso, de alguna sospecha, de alguna incómoda pregunta, de alguna duda que implicase una cierta distancia moral?
¿Y por qué Fujimori, en vez de callarse (lo que ya hubiera sido incriminatorio), decidió defender lo indefendible (lo que resulta a estas horas absolutamente aplastante para él)?
No se calló el socio de Montesinos. Lo defendió como lo había hecho siempre, desde lo de Barrios Altos y La Cantuta, pasando por la interceptación telefónica, el asesinato de Mariella Barreto, la tortura de Leonor La Rosa, el despojo del Canal 2, la bomba contra Canal 13 en Juliaca y el contrabando de armas de Jordania hacia las FARC.
Si Fujimori hubiese roto con Montesinos en ese momento, tendría ahora relativa autoridad moral para fingirse sorprendido e iniciar la persecución paradójica de su proveedor.
Pero el pez por la boca muere.
Y allí están sus palabras de cómplice, sus defensas de compinche, sus pasadas de micro a sus ministros para no tener que condenar lo del vídeo de Beto Kouri.
Esa sociedad de las tinieblas es irrompible. Porque Montesinos, acosado como está y traicionado por el hombre al que sirvió sin dudas ni murmuraciones, sin escrúpulos y con harto lucro, está dispuesto también a contar lo suyo, a pedir una rebaja de la pena por su testimonio decisivo.
Fujimori y Montesinos eran la misma persona.
Uno dejaba robar, el otro robaba para sí mismo y para el otro.
Uno deshacía las instituciones, el otro ejecutaba los planes.
Uno inspiraba, el otro mandaba matar o quitar.
Uno se decía comandante supremo, el otro filtraba los ascensos.
Uno rompía las normas para perpetuarse. El otro construía el andamiaje del fraude.
Uno se preocupaba por Andrade. El otro mandaba enlodarlo en la prensa que financiaba con lo robado. Uno ganaba las elecciones a como diera lugar. El otro amenazaba a Portillo para que siguiera el libreto hasta las últimas consecuencias.
Uno prometía al diario El Mundo, de España, que tendría mayoría parlamentaria de todas maneras. El otro compraba basura congresal al peso.
Uno salía de presidente. El otro salía de experto en seguridad nacional (cuando su especialidad era el asalto armado y la traición).
Uno y el otro eran el mismo detritus de la política peruana, la misma emanación del país senderizado que ocuparon, la misma viruta del desaliento.
Uno y el otro eran lo que ha podrido a este país y de lo que nos estamos librando.
Y ahora el uno quiere tomar distancia del otro. Pero es tarde.
Montesinos está al descubierto. Fujimori, su socio, también.
Y si la oposición insiste en hacer la transición con Fujimori es que ya ha aceptado a Montesinos.
Así de claro.
* Publicado en el diario Liberación,
Lima 4 de noviembre del 2000, página 5.